viernes, junio 13, 2008

UNA JORNADA EN LA PISCINA



















































































































































































































































































































































































































Les había invitado a pasar el puente del primero de mayo en aquel chalet que le habían prestado a él fruto de la devolución de varios favores hechos en su momento al dueño del mismo.



Había invitado a esa pareja de amigos, a sabiendas, más quizás por eso que por otra cosa, de que su esposo tendría que trabajar el viernes, y, durante ese día, podría estar a solas con ella, contemplando la exuberante belleza que siempre lo había cautivado. Esa belleza amazónica que él, desde hace años, admiraba en ella.



Después de haber pasado un tranquilo jueves festivo dándose unos chapuzones en la piscina privada del chalet, de haber estado los tres tostando sus cuerpos al sol y de charlar de proyectos y recuerdos durante las comidas, amanecía, por fin, ese viernes. Desayunaron los tres juntos, y al momento él se despedía de su mujer con un ligero beso, quedando los dos solos. No hizo más que cerrarse la puerta tras él, ella dijo con voz altanera:



-Ahora recoge toda la loza del desayuno mientras yo me cambio, y espérame en el jardín a cuatro patas, perro.


Él no supo qué responder. Pero aquella orden le llegó tan profunda, que no pudo menos que responder:


-Sí, mi Señora.

Con una sonrisa maliciosa comenzó ella a subir las escaleras hacia las habitaciones del chalet, teniendo la certeza de aquél día iba a ser diferente para ella… y para él.


Después de recogerlo todo con esmerada pulcritud, se puso el bañador y esperó obedientemente a cuatro patas al lado de la hamaca que ella había usado el día anterior. Transcurridos unos minutos que se le hicieron interminables en aquella postura, por fin apareció ella. Apoyada en la cristalera de la terraza que daba al jardín, lucía como una reina mora con aquella bata ligera que la cubría hasta los tobillos. Contoneándose como una pantera a sabiendas de lo que aquella visión impactaba en él, se fue acercando poco a poco a su hamaca. Y cuando llegó al lado del perro que estaba a cuatro patas, con un ligero movimiento de la mano derecha, se desató el cinturón de la bata dejando que ésta cayera suavemente por sus hombros marcando la tela de la bata todas las endiabladas curvas de su cuerpo.


Cuando levantó el perro un poco la mirada, sus ojos se extasiaron al contemplar tanta belleza en manos de una sola mujer. Cerca de su cara quedaban sus largas y tersas piernas, ya morenas del día anterior. Pudo apreciar por unos breves segundos el sugerente bikini que ella se había puesto para la ocasión, tan diferente del bañador conservador que había utilizado 24 horas antes. El de esta ocasión era de color negro brillante, de esos que cuando les da el sol se tornan azabaches. De una textura tal, que parecía una segunda piel de ella. Le marcaba perfectamente toda su figura. Rompiendo con la uniformidad del negro, lucía el bañador unos brillantes plateados en un tamaño y número tales, que proporcionaban al conjunto una sensación de poder y seguridad que dejarían atónito al macho conquistador más experimentado.


En aquella pose y luciendo tal bikini, parecía un cuerpo de otro mundo. Aquel físico era una burbuja de perfección absoluta, donde no faltaba o sobraba nada. Era la mujer perfecta en el bañador perfecto. El sujetador realzaba sus pechos marcando con descaro el nacimiento de los mismos, y dejando para su privilegiado marido la visión en su totalidad de aquellos senos. El perro que estaba a sus pies sólo tendría el placer de verlos, admirarlos y adorarlos.


-Mira al suelo, cerdo. Hoy vas a estar a mi completo capricho, y tendrás el privilegio de servirme, admirarme y adorarme como tu Diosa y Ama que soy. Yo te usaré como desee. Podrás ser desde un perchero hasta mi putita particular. Tu mente y tu cuerpo me pertenecen. Te premiaré y castigaré cuanto y cuando me plazca. Durante el día de hoy, solo hablarás cuando yo te lo permita, y al dirigirte a mí lo harás como Mi Ama o Mi Diosa. Y ahora prepárame un buen cóctel mientras voy tomando el sol.


El siervo, obedientemente, se dirigió a la cocina a cumplir la orden de su dueña. Regresó con el vaso en la mano acercándose en la postura perruna.

Espero le guste mi Ama.


-Ahora dame un buen masaje en los pies para que me relajes. Si lo haces bien te premiaré permitiéndote ponerme la crema bronceadora por mi cuerpo que tanto admiras y deseas.

Mientras los masajeaba el esclavo quedaba totalmente absorto contemplando y tocando aquellos dulces pies que tanto deseaba besar. Se regocijaba tocando y mirando aquellos hermosos dedos de sus pies con las uñas pintadas en un color violeta deslumbrante. De vez en cuando, aparentando indiferencia ella rozaba con alguno de sus pies el rostro de su esclavo, consciente de que aquello le excitaba. Como pareció contenta con el trabajo de su esclavo, le ordenó que suave y delicadamente le pusiera la crema solar.

Aquello fue para él el delirio del gozo supremo. Poder rozar la piel de su Ama y sentir en su alma cada poro de aquel cuerpo de porcelana. Como si de un valioso jarrón chino se tratara, comenzó a extender la crema por aquella figura nacida de dioses perfectos y bellos. Ella notaba perfectamente como a él se aceleraba el pulso cuando las manos del esclavo comenzaron a extender la crema desde los pies en dirección a sus muslos. Era terriblemente sexy cuando alzaba o flexionaba sus piernas para facilitarle a su perro el trabajo. El grado de palpitación de su corazón era directamente proporcional a la subida de sus manos hacia la parte púdica de su Señora.


-No te entretengas en mis muslos, cerdo. No te he dado permiso para excitarte. Sólo debes complacerme y procurar que yo reciba el mayor placer posible. Tú sólo debes limitarte a extenderme la crema y sufrir por el hecho de que esto es lo más cerca que vas a estar de mi escultural cuerpo. Cuando le llegó el turno a los brazos y estómago al esclavo le pareció que se desmayaría del placer. Hasta los perros pueden desmayarse.

Seguidamente se volvió grácilmente de espaldas a fin de que le pusiera crema. Ahí se esmeró mucho él para brindarle a su Ama el mayor relax posible y descargarle toda la tensión de su cuerpo. La crema ayudaba a que las manos se deslizaran bien y ella notaba hasta cierta dosis de placer, incluso algo diferente al que sentía cuando un masajista diplomado le daba su masaje mensual. Seguramente la excitaba el hecho de saber que su esclavo ardía en deseos de palpar su piel y que pagaría lo que fuese necesario por realizar aquella sesión de broncear a su Diosa. Al fin y al cabo, ¿existe algo más excitante para una mujer que sentirse adorada y deseada hasta la médula por un hombre?


-Ahora, mientras sigo tomando el sol, puedes adorarme como la Diosa que soy para ti, alzando y bajando los brazos extendidos, como si fueras un musulmán rezando hacia La Meca. Mientras, quiero oír de tus labios cómo me ves y cómo te sientes ante mí.


Y así, durante una hora, rodillas en tierra ante la hamaca comenzó a levantar sus brazos extendidos al cielo, mientras recitaba frases como: Divina Señora, es Usted para mí la Diosa de mi vida; es usted la Reina a la que debo servir hasta el final de mis días. No hay mujer de este u otro mundo que pueda compararse a la belleza de mi Ama. Todo su cuerpo es un deleite para la vista, incluso para la de un ser insignificante como yo. De entre todos los hombres que arden en deseos de servirla y adorarla, yo soy ahora el privilegiado que se postra a sus pies con el único deseo de servirla. Es usted mi Dueña y libre para hacer de mí lo que desee. Puedo ser su alfombra para que usted me pisotee. Puedo ser su cenicero si desea fumar. Puedo ser su mesa para apoyar su vaso. Puedo ser su chica de servicio para limpiar y ordenar su casa. Puedo ser su limpiador de zapatos y botas si usted me permite tal privilegio. Puedo ser su transporte si usted me honra al usarme como su caballo. Puedo ser lo que Usted desee o se le encapriche. Sus mínimos deseos o caprichos son órdenes divinas para mí.


-Ahora, besa mi mano y márchate a la esquina del jardín. No a la sombra, sino al sol.


Después de otra hora en que ella continuaba dejando que los rayos de sol acariciaran su cuerpo, observó que su perro tenía sed, porque llevaba toda la mañana sin beber y siempre había estado expuesto al sol.


-Ven perrito, le ordenó. Tráeme un buen vaso de agua fría que tu Ama tiene calor.


Llegó el sirviente con un vaso grande de agua fresca, y, mientras la portaba, los labios se le resecaban del deseo de beber un poco. Pero no se atrevería si su Dueña no le daba permiso.


-Supongo que tienes algo de sed, perro. Pero como mis pies son más importantes que tu sed, voy a regar esta agua por mis pies ardientes, e intenta beber de las gotas que rezuman de mis dedos. Serán un dulce néctar para ti, pues provienen de los pies de tu Diosa. Y mientras ella se echaba el agua por sus pies, miraba como el esclavo, en postura perruna pero de espaldas, intentaba tragar alguna de las gotas que escurrían de los dedos de los pies de su Ama. Mientras duraba este suplicio, ella le sonreía con la malicia de un Ama experimentada en la humillación de su esclavo.


-¿Qué se dice, cerdo?


-Gracias, mi Ama, por permitir que su perro pueda beber esta agua proveniente de sus pies.


-Ahora deseo darme un baño. A cuatro patas otra vez, ordenó; y llévame hasta el borde de la piscina. Pero, primero, cálzame las zapatillas.


De esa manera, y montada cuan amazona en su lomo, él pudo sentir el inmenso placer que le producía sentir los muslos de ella en su espalda.


-Despacio caballito, que si tu Ama se cae pagarás las consecuencias.


Lentamente se apeó de su “potrillo”, se descalzó, y obligó a su animal a mantener las zapatillas con su boca mientras la Diosa descendía su divino cuerpo en las cristalinas aguas de la piscina. Después de varios minutos nadando se sentó en el borde y ordenó a su sirviente que dejara las zapatillas en el suelo y se introdujera en el agua al lado de ella.


-Ahora serás mi potro dentro del agua. No todos mis esclavos tienen ese privilegio. Te indicaré a través de tirones de oreja si deseo que vayas hacia delante, atrás derecha o izquierda.


Pasó suavemente del borde a los hombros del potro, y con tironcillos de oreja hacia delante hizo entender a su esclavo que empezara a caminar dentro de la piscina. Como quiera que el sumiso se sentía dichoso al poder sentir en su propia piel los muslos mojados de su Ama, no se percató de que poco a poco iba hundiéndose cada vez más a medida que se dirigían a la parte profunda de la piscina.


-No te asustes caballito. Déjate llevar por tu Ama. Sufrirás un poco por la falta de aire, pero piensa que como compensación estás sintiendo la dicha de sentirme sobre tus hombros. Pocos hombres han tenido el honor de sentir mi tersa piel.


Ella no paraba de guiarlo de derecha a izquierda o de adelante hacia atrás. Las orejas del esclavo estaban rojas y ardientes de tantos tirones a pesar del agua fresca que ya sobrepasaba su cabeza. El Ama podía sentir la agitación del esclavo por la falta de aire, y esa sensación de poder la embriagaba. Saber que la vida de su esclavo dependía de que ella tirase hacia uno u otro lado de las orejas era una sensación digna de un cesar romano, donde la vida de los gladiadores dependía del movimiento de un dedo hacia arriba o hacia abajo.


Esto debe ser lo que llaman la erótica del poder, pensó ella, porque llegó a notarse sexualmente excitada. No cabía duda de que el día estaba siendo provechoso para ambos.


Cuando llegaron por fin a la escalera de la piscina el potro pudo respirar a gusto. Lo obligó a subir con ella montada las escaleras de la piscina, y llevarla hasta la hamaca.


-Ahora, mi camellito, baja suavemente hasta que tu Ama pose sus pies en tierra. Y seca suavemente mi cuerpo con la toalla. Obedeció excitado el sumiso.


- Lo has hecho muy bien, y tu Ama está tan satisfecha que voy a permitir alimentarte como el caballito que eres. Por tanto, vete a ese rincón y comienza a comer de la hierba, jajaja. Y cuando acabes, ve a la cocina y prepárame un plato con fruta troceada, que ya comienzo a tener algo de hambre.


El esclavo podía oír las risas de ella mientras masticaba aquella hierba asquerosa y amarga. Rezaba para que no le sentara mal a su estómago. Cuando ya no podía comer más, pidió permiso al Ama para ir a la cocina. Ella se lo concedió, y los pocos minutos, volvía a acercarse a la hamaca de su Diosa, como siempre a cuatro patas, con un refrescante plato de frutas tropicales troceadas. Ardía en deseos de comer algún trozo para calmar la intensa sed que sentía tanto por lo transcurrido del día sin beber, como por la hierba masticada hacía un momento. Mientras él volvía a su perruna postura al lado de la hamaca, ella comenzó a digerir aquella fruta saboreando cada bocado y rozándolo con sus labios antes de tragarla. De esta manera sabía que excitaba a su esclavo, al tiempo que lo hacía sufrir por el deseo de éste de refrescar su garganta.


Cuando el Ama había saciado su apetito y su sed, gritó:


¡Ve a cogerlo, perrito!, jajaja, rió mientras lanzaba un trozo de fruta a unos metros de donde se encontraban.


El perrito fue lo más rápido que podía permitirse a cuatro patas, y tragó con vehemencia aquel trozo de fruta, ahora salpicado de hierbajos y tierra. A metros de distancia podían oírse las risas de ella mientras le tiraba uno a uno cada trozo de fruta. Le encantaba humillar así a su esclavo. Cuando finalizó el suplicio de recoger a la carrera cada trozo de fruta, se acercó sumisamente a su Ama, y le dio las gracias por haberle alimentado.


-De nada, puerco, le respondió ella, al tiempo que acariciaba la cabeza del perro. Pero después comerás como es debido: a los pies de tu Ama y en tu recipiente de perro, finalizó entre risas.


Transcurrida una hora, y con las rodillas destrozadas por el rozamiento con la hierba, su Ama le ordenó que fuera preparando para ella un suculento almuerzo. Después de preparar esmeradamente un delicioso plato de muslitos de pollo, volvió a la hamaca para indicarle a su Señora que el almuerzo ya estaba preparado. Ella le ordenó que le calzara sus zapatillas, la ayudara a ponerse la bata, y, por último, la llevara en su lomo hasta la mesa. Ella observó que todo estaba preparado y el recipiente de su esclavo permanecía vacío al lado de su butaca.


-Así me gusta, esclavo. Todo bien preparado. Arrodíllate a mis pies en espera de que te dé tu comida.


Ella comenzó a comer aquellos muslos de pollo en salsa, que, la verdad, estaban deliciosos. Cuando se cansaba de morder la carne cercana al hueso, lo dejaba caer en el bol de su perro, y con el dedo índice le indicaba y ordenaba que comiera.


-Los perros no tienen manos, le indicó ella al verle la intención de usar las manos para intentar comer los mínimos trozos de carne que quedaban en los muslos de pollo que ella le arrojaba.


Cuánto disfrutaba ella viéndole en aquella postura e intentando morder los restos de carne. Reía como una posesa. Tenía la sensación de que cuanto más le humillaba, más disfrutaba ella de su dominio. A un chasquido de sus dedos, él se dispuso a recoger el plato de la mesa y servir el postre, que en esa ocasión se trataba de natilla con galletas. Comenzó el Ama a ingerir las galletas, y cuando quedaba sólo la mitad de la natilla se sintió repleta. Llevó el cuenco al suelo, se descalzó y hundió los dedos de su pie derecho en los restos de natilla.


-Come de mis dedos, perro, ordenó ella.


El perrito obediente comenzó a succionar, o prácticamente besar con suma delicadeza, aquellos hermosos dedos del pie de su Dueña. Eran bellos, hermosos, perfectamente proporcionados, deliciosamente suaves a los labios. Para no enfadarla ni siquiera sacó su lengua para limpiar aquellos pies de Diosa griega, aunque ganas no le faltaban. Su pene se hinchaba en el slip que llevaba mientras se alimentaba de aquella manera tan humillante.


-Ahora, termina de limpiarlos con una servilleta húmeda, y después lame el resto que queda en el cuenco.


El esclavo cogió velozmente un par de toallitas húmedas perfumadas con tanto esmero que casi saca brillo a la pintura de uñas de su Ama. Seguidamente, lamió el fondo de natilla con dificultad ya que estaba bastante seca. Viendo su Señora los esfuerzos de su siervo, le dijo con sonrisa maliciosa:


-Necesita más líquido para que puedas lamerla mejor-


Y depositó con lentitud tres escupitajos en el cuenco, que caían desde una altura de un metro hasta el bol.


-¿Cómo se dice, cerdo?


-Gracias, mi Ama. Me encanta mucho más así, dijo él con sinceridad.


-Deja bien reluciente el cuenco con tu lengua, le ordenó ella mientras con su pie hundía la cabeza del sumiso en los restos de natilla.


Su labor se vio interrumpida cuando ella le ordenó que la portease otra vez a la hamaca. Le encantaba que su Ama lo utilizara como medio de transporte, bien fuera sobre sus hombros o sobre su espalda.


-Recoge toda la cocina, pero prepárame antes un café como a mí me gusta.


-Rápido, estúpido, que no tengo todo el día- alzó la voz ella al verle ir tan lento a cuatro patas.


Después de haber transcurrido quince minutos sin que su esclavo le hubiera servido el café, se levantó realmente enfadada de la hamaca y se dirigió a la cocina. Se estaba acostumbrando tanto a aquel servicio de lujo que realmente le incordiaba la tardanza, cuanto más cuando le encantaba tomar el café seguidito del postre.


A pesar de ver a esclavo por el suelo recogiendo la primera taza de café hecha añicos por un tropezón previo de su mayordomo, ella no pudo controlar su furia, y descargó unas cuantas bofetadas en su cara mientras él, calladamente y en posición firme y orgullosa, pero de rodillas, aguantaba estoicamente las sonoras cachetadas.


- Perdón mi Ama, susurró él cuando parecía que su Ama ya había descargado toda su ira en su cara. Lo dijo con dolor, con las manos unidas como en un ruego a Dios, aunque, en este caso, iba dirigido a su Diosa.


Y en ese preciso instante en que el esclavo estaba de rodillas suplicando a los pies de su Ama, que lucía ese bikini de ensueño, aparece el marido de ella en la puerta de la cocina observando toda la escena.


Los dos quedaron atónitos y rígidos como estatuas al darse cuenta de que seguramente se gozó todo o parte del último cuadro.



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