viernes, marzo 30, 2007

LA CONFIDENTE 5ª PARTE



























































































































































































































































































A pesar de sus denodados esfuerzos por posponer el siguiente encuentro, lo llamó por teléfono a los cinco días, ordenándole presentarse en su casa a las once de la mañana del día siguiente. Durante la noche anterior a la cita, mientras su marido dormía a su lado, ella intentaba recrear alguna escena a desarrollar con su nuevo esclavo. Se sentía excitada mientras pensaba en ello. Más o menos, ya tenía el esbozo de su siguiente "sesión" como dómina.

Esa esperada mañana ella lucía una blusa blanca con estampado en negro y unos vaqueros con pata de pitillo. Se había puesto a propósito este tipo de pantalón para que resplandeciera por fuera del mismo unas botas marrones estilo vaquero, color camel. Sólo le faltaba el sobrero de vaquera para ser la protagonista de un western americano. Cuando sonó el timbre casi corrió hasta la puerta. Pero se dijo: que espere un poco, y así sufrirá más (¿o se excitará más?). No estaba segura. No se hacía todavía a la plena idea de que el "sufrimiento" puede ser placentero y excitante. En eso estaba su cabeza cuando abrió la puerta.

Estaba espléndidamente bella. Estaba sexy con aquel atuendo vaquero. Como si nada hubiera ocurrido en la anterior cita, él acercó su cabeza a la mejilla de ella para darle un cándido beso. Pero, de pronto, vio su camino obstaculizado por la mano de ella, que le impedía el beso. Delicadamente, ella le mostró su dedo índice con la yema señalando sus pies. Aunque algo reticente, él entendió el mensaje. Mientras ella cerraba la puerta, el hombre, con el apoyo de sus manos, fue arrodillándose y postrándose hasta quedar su cara a diez centímetros de las botas de aquella mujer. Qué preciosidad de botas, pensó él. Le dan el aspecto atemorizante de una amazona.

De esta agradable visión lo sacó la punzada de dolor que le produjo el aplastamiento de sus manos por parte de ella. Sin haberlo percibido, ella tenía puesta una bota sobre cada mano, y las movía un poco, retorciéndole ligeramente la piel. Mientras ella dejaba caer todo su peso sobre las manos del esclavo y ladeaba un poco sus suelas para que sintiera ese cálido dolor, ella, con expresión suave, pero segura, dijo:

-este pequeño castigo que te estoy infligiendo es para que la próxima vez no olvides que en mi presencia, salvo que te ordene otra cosa, debes permanecer de rodillas o a cuatro patas. Que no tenga que recordártelo otra vez con mi dedo, o abofetearé sin piedad tu cara.

Seguidamente, sin posibilidad de réplica, dijo: ahora voy a salir a comprar alguna cosilla. Ordena bien la casa, y limpia muy bien las botas de tu ama, que están en mi dormitorio puestas en fila. Límpialas bien y sácales brillo. Las suelas las limpiarás con tu asquerosa lengua, y el resto con gamuza y betún.Si quedan a mi gusto, te permitiré limpiar las que llevo puestas cuando llegue. Y no se te ocurra husmear en mis cosas, ni mucho menos rascarte una paja mientras contemplas y das lustre a mis botas.

Acto seguido se marchó cerrando la puerta tras ella. Bajando en el ascensor, pensaba que la escena, aunque la había programado un poco, fue mayormente improvisada. Y lo que más la asombraba era la naturalidad con que ella tomaba las riendas de la situación. Cierto halo de placer, poder y seguridad en sí misma se apoderaba de ella.

Sin pérdida de tiempo, él se dispuso a ordenar la casa, lavar la loza, hacer la cama... Estaba deseando terminar para dedicarse a su mayor pasión: limpiar las botas de su nueva ama. Las había visto todas en fila, tal y como ella le explicó. El verse en aquella habitación con las preciosas y sexys botas de su diosa dispuestas a ser limpiadas por su lengua y por el betún, le parecía lo más parecido al paraíso.

Una a una las fue limpiando con esmero, sacándoles brillo, acariciándolas con sus manos y sus mejillas, besándolas con frenesí de enamorado. El punto álgido de esa pasión llegaba cuando lamía con su lengua aquellas suelas. En aquellos momentos es como si el mundo y el tiempo se hubieran detenido, y todo a su alrededor careciera de valor. Ese era su mundo perfecto: él, las botas de su ama, y el pensamiento continuo de él imaginando a su diosa enfundando sus maravillosas piernas en cada una de sus majestuosas botas. Mientras soñaba con su dueña, sus botas y su labor de limpieza, su miembro brotaba inconscientemente dentro de un paroxismo de sensualidad sin precedentes.

Apenas fue audible para él la apertura de la puerta. Habían transcurrido tres horas, y para él sólo habían sido pequeños minutos. Con todo, llegó a la puerta y, con la lección aprendida, se postró ante aquella deidad de mujer en señal de sumisión y respeto. Él acercó su cara hasta las botas de ella, y como quiera que ella no se lo negaba, besó con pasión y amor aquellas botas vaqueras que llevaba puestas.
-Te permito besarlas esclavo porque espero hayas hecho bien todas las tareas que te ordené.

- Sí, mi diosa, -se vio diciendo él- he hecho todo lo que usted me ordenó lo mejor que he sabido. Espero sea de su agrado. Y cuando pasaba de una bota a la otra para seguir besándolas, ella se paseó por toda la casa para inspeccionar la obra del sirviente. Él la seguía besando el suelo por donde pisaban las suelas de sus botas. Por la sonrisa que ella esbozaba le pareció que estaba bastante satisfecha con el trabajo, incluso cuando pasaba su divino dedo por algún estante para comprobar si quedaban restos de polvo. Cuando entró a la habitación las botas estaban perfectamente ordenadas y brillantes. Así y todo, ella ordenó: alcánzame una de las botas para ver si has realizado un buen trabajo. Él cogió una de las negras de caña alta y afilado tacón y la llevó hasta la altura de las manos de ella, para que no tuviera su ama que agacharse ni lo más mínimo.

Pero debe ser que no lo hizo de la manera correcta, porque ella le soltó una bofetada en su mejilla, al tiempo que exclamaba: Así no, esclavo. Hazlo con la delicadeza y devoción que debes mostrar con todas las prendas de tu diosa. Ella se percató del ligero placer que aquella indolora cachetada había producido en su sirviente. Tampoco le pasó inadvertido el gustirrín que sintió ella al dársela. La verdad es que las botas están como nuevas, pensó. Incluso las suelas estaban todo lo radiante que podían permitir su uso.

Como premio por tu trabajo, no voy a permitir que limpies mis botas mientras las llevo puestas, sino que te recompensaré con algo mejor. Vas a tener el honor de darle a tu ama un masaje de pies, porque la verdad es que vengo muerta. Él la seguía a cuatro patas hasta el sofá, donde ella se sentó reclinando su cuerpo hacia atrás. Puso una de sus botas sobre el hombro de él, a la espera de que la descalzara. Él sintió un embriagador placer cuando lo hizo. Y se incrementaba a medida que él bajaba lentamente la cremallera de la bota, se la quitaba con esmero y delicadeza, y al final, tiraba suavemente del calcetín, dejando al descubierto su hermoso pie. El tenerlos cerca de su cara se le antojaba como estar en el séptimo cielo. Siguió con la otra bota. Seguidamente sus dedos comenzaron a masajear aquellos finos y delicados pies, recreándose en cada uno de los muy cuidados dedos de ella.

Ella pensó que aquel era un buen sistema para los días que llegaba cansada de caminar. La sensación que le producía el masaje de sus pies era una mezcla de relajación y placer sexual. Aunque le hubiese gustado más que fuera una mujer la que estuviese postrada masajeándole los pies, la verdad es que este esclavo lo hacía realmente bien. Jamás había tenido la oportunidad de recibir un masaje, y mucho menos en los pies. Pero si el resto del cuerpo se iba a sentir igual que ahora sus pies, estaba dispuesta a que el masaje fuera una de las constantes tareas de su recién estrenado esclavo y sirviente.

Mientras masajeaba delicadamente los pies de su deseada ama, el mundo se paraba. No existían los problemas ni las prisas de cada día. No existía la noche ni el día. Su única preocupación era otorgar a su dueña el mayor placer que él pudiera darle con aquel masaje. Sin duda, el deseo de poder besar desenfrenadamente aquellos dedos de sus pies, le hacían sumirse en una tortura de placer, pero no deseaba romper aquellos instantes mágicos donde ama y esclavo escapan del tiempo y de los convencionalismos cotidianos.

- Sé que estás deseando besar y lamer los pies de tu ama, perro; pero hoy no te mereces tanto, - indicó ella. Y con mucha autoridad, exclamó rompiendo la magia: quiero estar sola. Márchate, y no vuelvas hasta dentro de tres días, a la misma hora. Mientras él se levantaba, ella, a modo de despedida, le dijo:

- Antes de venir, pasa por la tienda "L'armoire", en la calle Perojo, y recoges algunas cosas que he reservado. Diles que fueron reservadas por tu ama. Ellas no saben mi nombre. Sólo saben que un esclavo recogerá y pagará algunas cositas de las que su ama se ha encaprichado. Las pagas de tu dinero, ya que se trata, entre otras, de objetos que tu diosa va a utilizar contigo. También reservé algunas prendas sexys que tu ama se pondrá para agradar y seducir a su marido. No lo olvides cerdo, y ni se te ocurra mirar el contenido. Y piensa que todo el dinero que gastes en tu ama será siempre poco en relación con los cuidados y prendas que un cuerpo escultural como el mío exigen.

Se marchó con la extraña sensación de que estaba estaba disfrutando con la situación de sumisión; y con la percepción de que, por primera vez, y a sus 45 años, había logrado lo más parecido a un orgasmo, y sin necesidad de eyacular. Era un orgasmo anímico. Era el final del camino tortuoso de la insatisfacción, de las renuncias, de las privaciones, de los complejos, de las dudas... Por fin, había llegado al final del trayecto, donde te sientes sexualmente realizado, valorado como ser humano y feliz por ser como eres. No todo el mundo llega a ese final, pensó para sí, mientras se adentraba en la vida vacía del trabajo, las obligaciones...


(CONTINUARÁ)

jueves, marzo 29, 2007

EL ABISMO DEL BDSM


































A ESTAS HORAS TAN INHÓSPITAS DE LA NOCHE ACABO DE LEER UNA REFLEXIÓN DE LEO (UN AMA NO PROFESIONAL QUE MANTIENE UNA RELACIÓN D/S CON SU PAREJA ESTABLE, Y A LA QUE DE VEZ EN CUANDO LEO EN SU BLOG).
PIENSO QUE EL ABISMO DEL QUE ELLA NOS HABLA PARA ALEJARNOS DE LA MONÓTONA REALIDAD, ES EL BDSM. YO POR LO MENOS ASÍ LO PIENSO. POR ELLO, Y POR LO HERMOSAMENTE REDACTADO QUE ESTÁ, ME ATREVO A PONERLO EN ESTE BLOG.
EL ABISMO

La oscuridad de tu mente, el negro vacío que te rodea y te hace caer no tiene por que tener connotaciones negativas.
Es un seguro refugio alejado de pasiones y sentidos.
Una grieta en tu mente, la tabla a la que te agarras en medio del mar de los naufragios.
Cierras los ojos y ahí tienes su espiral, la que te guía y te arrastra hacía su centro, girando en círculos sin moverte de tu sitio. Como en un tiovivo la sensación de peligro, la adrenalina en tu estomago, te indican que bajas y bajas, dentro del ascensor de tu mente. Dulce refugio de penas y pesares, salvavidas de tus tristes momentos, de la tristeza de tu vida. Mi abismo, mi lugar seguro, el rincón oscuro de mi mente donde guardo el secreto de mi felicidad, donde residen mis pasiones más ardientes, donde nadie llega, donde habita mi lado oscuro, mi mejor mitad, mi yo más autentico, mi ego reforzado, mi vida al margen de esa realidad superficial que me vacía día tras día, la que solo me aporta cosas superfluas, sinsentidos que crecen y suman cada día más irrealidad a mi vida.
Por eso me gusta caer al abismo, dejarme llenar por el vacío.
Desprenderme de la sucia capa de la realidad irreal. Cerrar los ojos y caer, girando siempre hacía abajo en la espiral de mis propios sentidos, ir soltándolos uno a uno cual lastre incomodo, sumergirme en las profundidades de mi mente en cada una de las vueltas hasta tocar fondo para volver a emerger limpia de desidias, limpios los sentidos, vaciada de mi misma.

domingo, marzo 18, 2007

LA CONFIDENTE 4ª PARTE




















































































































































































































































































































Tras cerrar la puerta, su cuerpo se relajó de tal manera que casi cae redonda al suelo. Jamás creyó que aquel encuentro finalizara de aquella manera. Al principio, ella intentó que la seguridad que siempre tuvo en sí no la abandonara. Y le pareció que todo fue bien. Pero en el momento en que finalizaban el café, aquel imperativo de que él llevara las tazas de café al fregadero le salió sin pensar. Quizás tenía curiosidad de cómo reaccionaría él ante aquella orden. Al mismo tiempo que la decía ya se estaba arrepintiendo; y quedó asustada mientras pasaban los largos segundos sin que él reaccionara. Otra fuerza desconocida la impulsó a amenazarle con tirarle de las orejas sin lo cumplía la exigencia. Estaba a punto de pedirle disculpas por el modo en que lo trató, cuando vio que él, sin rechistar, se levantó con las tazas para llevarlas a la cocina.

Fue entonces, y ante el reconocimiento tácito de la superioridad de ella, cuando le soltó a él toda la perorata sobre su condición de esclavo de la mujer y de ella misma. Le salió con una tranquilidad y naturalidad de las que ella, aun ahora, estaba sorprendida. Mientras él cumplía como buen sirviente todas sus órdenes, ella no pudo dejar de pensar en sus propias fantasías nacidas a raíz de la lectura de su blog.
De estas fantasías su preferida era en la que ella se veía como una reina-diosa de la antigüedad, dentro de un palacio de las mil y una noches, y con todo un harem de esclavos y esclavas preocupados sólo del bienestar y placer de ella. A los esclavos masculinos sólo los utilizaba para las tareas duras y para su propio placer sexual, las pocas veces que sentía necesidad de un pene. Porque, indudablemente, su mayor deleite lo producían sus esclavas cuando sufrían, de alguna u otra manera, las vejaciones y torturas a las que ella las sometía. Amagos de gozo recorrían su cuerpo y mente cuando ella misma, o a través de esclavos, flagelaba los cuerpos de sus esclavas como castigo por la poca eficiencia de éstas. Ella, la diosa, sentada en su trono, disfrutaba del espectáculo. Ataviada con un conjunto de braga y sujetador de cadenitas metálicas que la impregnaban de un poder y de una sensualidad arrebatadores. Y así la veían sus súbditos. Para ellos su diosa era la sensualidad hecha mujer. Todas admiraban y envidiaban el cuerpo de su ama. Sus esclavos ardían en deseos de ser llamados por su diosa para que los utilizara sexualmente. De una u ora manera, todos los seres de su reino vivían subyugados a la belleza, poder y crueldad sin límites de su reina-diosa. Gustaba que sus esclavos se postraran al paso de ella, mientras otros dejaban caer pétalos de rosa en el recorrido de sus divinos pies. Esos divinos pies que bien iban descalzos, o calzados con unas sandalias plateadas de tiras hasta la rodilla.

De todas las crueldades físicas o sicológicas a las que gustaba someter a sus esclavas, una destacaba sobremanera. Le producían verdaderos orgasmos que laceraban su cuerpo a golpes de placer. Y normalmente después de ese tipo de sesión le agradaba terminar la velada con uno, dos o tres de sus bien dotados y musculosos esclavos masculinos; o bien, llegaba ella misma a la cúspide del placer a través de la masturbación. Ésto último lo podía lograr con sus propias manos, o bien a través de las manos expertas de un grupo de esclavas, que, a través del baño que la brindaban, el posterior masaje, y las interminables caricias, producían en ella una oleada de dicha que finalizaba con un torrente de sus propios fluidos. Todas las esclavas se peleaban para poder ser cada una la elegida para, arrodilladas ante su mama, beber y tragar todo aquel manantial de líquidos sagrados.

En la escena que más la apasionaba vivir con sus esclavas, ella elegía a alguna de las muchas que, deseosas de estar con un hombre, permanecían inactivas sexualmente durante meses o años. De por sí, esta abstinencia forzada de muchas de sus esclavas ya le producía placer. Pero lo que hacía vivir a la elegida para ese día, era para ella el máximo del poder y la crueldad sicológica.
La diosa hacía atar de manos a esta esclava ardiente de sexo y le colocaban un collar con correa, la cual ataban a un poste. A continuación, ordenaba a uno de sus esclavos mejor dotados y más bellos acercarse a la víctima. Aquéllos solían conservarse en buena forma debido a los duros trabajos que realizaban para su ama y señora, y al esmero que ponían en el cuidado e higiene de sus ya bien formados cuerpos. Todo ello, con el único fin de poder ser los agraciados para dar placer de una forma más personal y sexual a la reina y ama de sus sueños. Este esclavo era de mediana estatura, rubio, joven. Era como un dios griego del olimpo. Su tez tostada por el sol no hacía más que resaltar los bellos y potentes músculos que surcaban su cuerpo. Sin ser inmenso, su pene era de un grosor y tamaño tales, que hasta la hembra más exigente lo hubiera alabado.

Preparada la escena, la reina se acercaba sensualmente a la pareja de esclavos, y obligaba al macho a acariciar suavemente la piel de la esclava para ir calentando sus, ya de por sí, ansias sexuales. Al mismo tiempo, el ama incitaba con sus caricias al esclavo, con el lógico aumento del volumen del pene. Todo ello se hacía de tal manera que el pene quedara a la altura de los ojos de la esclava, y a una distancia no mayor de diez centímetros. El ama jugaba con el deseo de sus esclavos: la esclava deseaba engullir y chupar aquel hermoso y creciente pene; mientras el esclavo se quemaba poco a poco en el deseo de continuar siendo acariciado por su ama, y quizás terminar haciendo el amor con ella. No deseaba follar a la esclava. Sólo sentía y vivía para su ama. Su sexo era sólo para su ama.
Mientras la diosa disfrutaba de la escena, le decía a su esclava con voz melosa:
- Intenta besar y chupar esta poya que tanto deseas, cerda.

Lógicamente, ella lo intentaba; pero a medida que se acercaba al deseoso pene, el collar iba atenazando su cuello y dejándola sin aire para respirar. Ésto era el súmum del placer para la despiadada reina: sentir sus jadeos de asfixia mientras inútilmente intentaba acercar sus labios al pene. Ese poder era para ella el sexo perfecto, el orgasmo más salvaje.

Para finalizar, y si los esclavos habían estado a la altura de lo deseado por ella, obligaba al macho a masturbarse y correrse en el suelo, cerca de la perra esclava.
-Ahora, lámelo perra, y disfrútalo, porque no creo que la próxima vez sea tan generosa contigo.
Un orgasmo terriblemente placentero la sacó de sus fantasías, sin haberse percatado de que sus dedos estaban impregnados de sus fluidos. Instintivamente se había masturbado mientras soñaba con aquella escena. Unos deseos irrefrenables de llamar a su nuevo esclavo hicieron mella en su ego. No, pensó. Haría sufrir a su sirviente obligándole a esperar algunos días hasta su nuevo encuentro... pero no muchos. Ella ya estaba deseosa, y prepararía la escena.

CONTINUARA)