domingo, marzo 18, 2007

LA CONFIDENTE 4ª PARTE




















































































































































































































































































































Tras cerrar la puerta, su cuerpo se relajó de tal manera que casi cae redonda al suelo. Jamás creyó que aquel encuentro finalizara de aquella manera. Al principio, ella intentó que la seguridad que siempre tuvo en sí no la abandonara. Y le pareció que todo fue bien. Pero en el momento en que finalizaban el café, aquel imperativo de que él llevara las tazas de café al fregadero le salió sin pensar. Quizás tenía curiosidad de cómo reaccionaría él ante aquella orden. Al mismo tiempo que la decía ya se estaba arrepintiendo; y quedó asustada mientras pasaban los largos segundos sin que él reaccionara. Otra fuerza desconocida la impulsó a amenazarle con tirarle de las orejas sin lo cumplía la exigencia. Estaba a punto de pedirle disculpas por el modo en que lo trató, cuando vio que él, sin rechistar, se levantó con las tazas para llevarlas a la cocina.

Fue entonces, y ante el reconocimiento tácito de la superioridad de ella, cuando le soltó a él toda la perorata sobre su condición de esclavo de la mujer y de ella misma. Le salió con una tranquilidad y naturalidad de las que ella, aun ahora, estaba sorprendida. Mientras él cumplía como buen sirviente todas sus órdenes, ella no pudo dejar de pensar en sus propias fantasías nacidas a raíz de la lectura de su blog.
De estas fantasías su preferida era en la que ella se veía como una reina-diosa de la antigüedad, dentro de un palacio de las mil y una noches, y con todo un harem de esclavos y esclavas preocupados sólo del bienestar y placer de ella. A los esclavos masculinos sólo los utilizaba para las tareas duras y para su propio placer sexual, las pocas veces que sentía necesidad de un pene. Porque, indudablemente, su mayor deleite lo producían sus esclavas cuando sufrían, de alguna u otra manera, las vejaciones y torturas a las que ella las sometía. Amagos de gozo recorrían su cuerpo y mente cuando ella misma, o a través de esclavos, flagelaba los cuerpos de sus esclavas como castigo por la poca eficiencia de éstas. Ella, la diosa, sentada en su trono, disfrutaba del espectáculo. Ataviada con un conjunto de braga y sujetador de cadenitas metálicas que la impregnaban de un poder y de una sensualidad arrebatadores. Y así la veían sus súbditos. Para ellos su diosa era la sensualidad hecha mujer. Todas admiraban y envidiaban el cuerpo de su ama. Sus esclavos ardían en deseos de ser llamados por su diosa para que los utilizara sexualmente. De una u ora manera, todos los seres de su reino vivían subyugados a la belleza, poder y crueldad sin límites de su reina-diosa. Gustaba que sus esclavos se postraran al paso de ella, mientras otros dejaban caer pétalos de rosa en el recorrido de sus divinos pies. Esos divinos pies que bien iban descalzos, o calzados con unas sandalias plateadas de tiras hasta la rodilla.

De todas las crueldades físicas o sicológicas a las que gustaba someter a sus esclavas, una destacaba sobremanera. Le producían verdaderos orgasmos que laceraban su cuerpo a golpes de placer. Y normalmente después de ese tipo de sesión le agradaba terminar la velada con uno, dos o tres de sus bien dotados y musculosos esclavos masculinos; o bien, llegaba ella misma a la cúspide del placer a través de la masturbación. Ésto último lo podía lograr con sus propias manos, o bien a través de las manos expertas de un grupo de esclavas, que, a través del baño que la brindaban, el posterior masaje, y las interminables caricias, producían en ella una oleada de dicha que finalizaba con un torrente de sus propios fluidos. Todas las esclavas se peleaban para poder ser cada una la elegida para, arrodilladas ante su mama, beber y tragar todo aquel manantial de líquidos sagrados.

En la escena que más la apasionaba vivir con sus esclavas, ella elegía a alguna de las muchas que, deseosas de estar con un hombre, permanecían inactivas sexualmente durante meses o años. De por sí, esta abstinencia forzada de muchas de sus esclavas ya le producía placer. Pero lo que hacía vivir a la elegida para ese día, era para ella el máximo del poder y la crueldad sicológica.
La diosa hacía atar de manos a esta esclava ardiente de sexo y le colocaban un collar con correa, la cual ataban a un poste. A continuación, ordenaba a uno de sus esclavos mejor dotados y más bellos acercarse a la víctima. Aquéllos solían conservarse en buena forma debido a los duros trabajos que realizaban para su ama y señora, y al esmero que ponían en el cuidado e higiene de sus ya bien formados cuerpos. Todo ello, con el único fin de poder ser los agraciados para dar placer de una forma más personal y sexual a la reina y ama de sus sueños. Este esclavo era de mediana estatura, rubio, joven. Era como un dios griego del olimpo. Su tez tostada por el sol no hacía más que resaltar los bellos y potentes músculos que surcaban su cuerpo. Sin ser inmenso, su pene era de un grosor y tamaño tales, que hasta la hembra más exigente lo hubiera alabado.

Preparada la escena, la reina se acercaba sensualmente a la pareja de esclavos, y obligaba al macho a acariciar suavemente la piel de la esclava para ir calentando sus, ya de por sí, ansias sexuales. Al mismo tiempo, el ama incitaba con sus caricias al esclavo, con el lógico aumento del volumen del pene. Todo ello se hacía de tal manera que el pene quedara a la altura de los ojos de la esclava, y a una distancia no mayor de diez centímetros. El ama jugaba con el deseo de sus esclavos: la esclava deseaba engullir y chupar aquel hermoso y creciente pene; mientras el esclavo se quemaba poco a poco en el deseo de continuar siendo acariciado por su ama, y quizás terminar haciendo el amor con ella. No deseaba follar a la esclava. Sólo sentía y vivía para su ama. Su sexo era sólo para su ama.
Mientras la diosa disfrutaba de la escena, le decía a su esclava con voz melosa:
- Intenta besar y chupar esta poya que tanto deseas, cerda.

Lógicamente, ella lo intentaba; pero a medida que se acercaba al deseoso pene, el collar iba atenazando su cuello y dejándola sin aire para respirar. Ésto era el súmum del placer para la despiadada reina: sentir sus jadeos de asfixia mientras inútilmente intentaba acercar sus labios al pene. Ese poder era para ella el sexo perfecto, el orgasmo más salvaje.

Para finalizar, y si los esclavos habían estado a la altura de lo deseado por ella, obligaba al macho a masturbarse y correrse en el suelo, cerca de la perra esclava.
-Ahora, lámelo perra, y disfrútalo, porque no creo que la próxima vez sea tan generosa contigo.
Un orgasmo terriblemente placentero la sacó de sus fantasías, sin haberse percatado de que sus dedos estaban impregnados de sus fluidos. Instintivamente se había masturbado mientras soñaba con aquella escena. Unos deseos irrefrenables de llamar a su nuevo esclavo hicieron mella en su ego. No, pensó. Haría sufrir a su sirviente obligándole a esperar algunos días hasta su nuevo encuentro... pero no muchos. Ella ya estaba deseosa, y prepararía la escena.

CONTINUARA)

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