lunes, noviembre 26, 2007

CONFESIONES DE UN SUMISO (RELATO DE LA WEB)



















































































































































































































Bajamos del taxi, mi ama y yo, a eso de las doce y media de la noche. Mi diosa ya había estimulado mi polla durante el trayecto, por lo que la erección era evidente, incluso por encima del abrigo de cuero que me llegaba hasta las pantorrillas. Las botas altas que llevaba impedían apreciar, cuando me ponía de pie, que dicho abrigo era todo lo que había entre la fría noche de enero y mi piel de sumiso.


Estábamos a las puertas del local donde se celebraba la fiesta BDSM y mi ama me llevaba cogido del miembro, tirando de él como si fuera la cadena de un perro, con la mano metida por entre dos botones del abrigo. Cuando traspasamos la puerta del local, me ordenó desabrocharme la prenda para que todos comprobaran mi desnudez y el “asa” por la que me sujetaba mi ama. Se llama Bea y tiene solo 27 años -19 menos que yo-.


La conocí en un curso de verano, en Santander. Ella también es de Madrid; acababa de terminar su carrera de Publicidad y Relaciones Públicas. Mi única experiencia en este mundo había sido de muy joven, cuando me gustaba azotarme a mí mismo con el cinturón y comprobar luego las marcas rojas en mi piel. O cuando me aprisionaba los testículos y el pene con gomas del pelo hasta que se amorataban y el glande parecía que iba a estallar. También era consciente de mi tendencia exhibicionista, porque en los hoteles, que visito con frecuencia por razones de trabajo, me gusta estar desnudo en la habitación y a veces me atrevo a dejar las cortinas descorridas, jugando en mi imaginación con la idea de que alguien pueda verme. Es cierto que a veces fantaseaba con que hacía eso por orden de alguna dómina que controlaba mi voluntad y a la que debía obedecer. Sin embargo nunca pensé que aquellas fantasías fueran a hacerse realidad algún día. No me creía capaz. Siempre he sido muy cobarde. O al menos eso creía yo.


El caso fue que en aquel curso coincidí con Bea y me llamó la atención desde un principio, como a todos los hombres, supongo, porque tiene un cuerpo espectacular y es muy guapa. Sin embargo no podía suponer que la cosa iría más allá de alguna mirada subrepticia, porque nunca he tenido éxito con las mujeres y mucho menos con alguien tan joven y atractiva. Pero la segunda noche en Santander coincidí con ella en un disco-bar; creía yo que por casualidad, pero luego me confesó que lo había previsto todo y que se hizo la encontradiza conmigo. Se las arregló, después de las presentaciones mutuas, para alejarme de mi compañero de habitación, con el que estaba tomando una copa, con el pretexto de que quería presentarme a una amiga.


Tal persona no existía; estaba sola y lo único que pretendía era probarme. Me preguntó a bocajarro que si me gustaba. Yo miré su corpiño que dejaba al aire los hombros y buena parte de sus pechos, comprimidos y resaltados de manera provocativa. Miré su falda corta que dejaba ver al sentarse el elástico con encaje de sus medias, los zapatos de tacón altísimo, sus labios gruesos y sensuales, así como unos ojos casi negros, de una profundidad casi aterradora. Y le contesté como un imbécil “sí, claro, eres muy guapa”.


-¿No te gustaría follarme? A los hombre les encanta follarme. Y tu eres un hombre ¿verdad?-Claro –balbuceé, como un imbécil aún mayor-. Me encantaría.-


Pero estas cosas no se regalan ¿sabes? Hay que ganárselas.No recuerdo si llegué a contestar otra estupidez o simplemente me quedé con la boca abierta; lo cierto es que sacó la lengua de su boca divina y dejó caer al suelo un chicle que había estado masticando mientras hablábamos. -¡Huy, se me ha caído- dijo, mientras señalaba el chicle en el suelo del bar.- ¿Haces el favor de recogerlo?


Y mientras me agachaba obediente para coger el chicle, me agarró del pelo con fuerza y me dijo acercando su boca a mi cara:


-Pero no con la mano, cerdo, ¿no ves que el suelo está lleno de porquería? Recógelo con tu boca.Estábamos en un rincón apartado del bar, pero aún así había mucha gente relativamente cerca. No sabía qué me daba más reparo, si coger el chicle del suelo lleno de mierda del bar con la boca, como me pedía aquella mujer o si que me vieran hacerlo los otros clientes. Pero en ningún momento se me pasó por la cabeza no hacerlo.La miré fijamente a los ojos y comprobé que ni bromeaba ni me lo pedía, en realidad me lo estaba ordenando.Me agaché y recogí el chicle. Había suciedad pegada y creo recordar que algún pelo también. Se lo mostré cogido con los dientes.- Déjalo en tu boca; chúpalo y mastícalo- ordenó la diosa.


Así lo hice, venciendo la repugnancia que me provocaba aquella suciedad adherida a la goma. Cuando llevaba un minuto aproximadamente, saboreando el chicle, me ordenó:


-Ahora trágatelo. Y me lo tragué.


Desde aquella noche soy suyo. La contrapartida prevista de follarla no se cumplió hasta mucho después. Aquella noche lo más que conseguí fue lamer profundamente su ojo del culo, metiendo la lengua todo lo que era capaz, hasta dolerme del esfuerzo. Ella se corrió mientras se masturbaba restregando su coño y su clítoris por mi nariz, con prohibición expresa de sacar mi lengua de la boca.


A la mañana siguiente, cuando desperté a los pies de la cama, donde me dejó dormir en el suelo, desnudo y tapado con una manta, me ordenó enjabonarla y ducharla minuciosamente antes de volver al curso, que ya había perdido para mí todo interés.Aquella noche en la fiesta fue mi presentación pública como esclavo de Bea. Me tuvo toda la noche atado por los genitales con una correa de perro enganchada a un pequeño arnés que mantenía presionados los testículos y la polla, manteniendo así una permanente y dolorosa erección forzada. Solo me liberó de esta atadura para azotármelos con el gato, volviendo a aprisionarme a continuación .


Lamí la suela de sus botas en presencia de todo el que quiso mirar; soporté un grueso falo de goma en mi culo durante casi tres horas; mi boca sirvió de cenicero para la ceniza de sus cigarros, que apagaba en la planta de mis pies; escupió en ella e invitó a otros a escupir. Finalmente me dio cincuenta latigazos en las nalgas y otros tantos en la espalda, aprisionó mis pezones con pinzas metálicas a las que había quitado previamente la goma protectora, dejando que fueran los dientes metálicos los que mordieran mi piel hasta clavarse en ella y me obligó a permanecer en la escalera del edificio completamente desnudo después del castigo por espacio de casi media hora, con las manos en alto, como si estuviera atado al techo y de puntillas; cada cinco minutos aproximadamente me inspeccionaba y si me encontraba con los brazos bajados o las plantas de los pies sobre el suelo, me azotaba sin piedad en la parte delantera de los muslos y en los genitales.


Tras esta humillación pública, consideró que era digno de servirla y con ella sigo desde hace años. He sufrido humillaciones, castigos, me ha alquilado o prestado a hombres (es lo que más me humilla) y a mujeres, me ha marcado como a una res, amén de otras muchas experiencias humillantes e imaginativas por las que cada vez la adoro más.

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